Para saber más

Los huesos de la pierna se unieron mal y uno se montó sobre otro por debajo de la rodilla. Eso le dejaba una pierna más corta que la otra. Esta herida le truncaba todos los deseos de triunfo relacionados con el mundo de la guerra, la caballería y la corte. No podía soportarlo, por los deseos que tenía de triunfar en el mundo. 

 

Preguntó a los médicos si se podía cortar; ellos le dijeron que sí, pero que los dolores serían más fuertes que todos los anteriores; pero él decidió martirizarse por su propio gusto. 

Se fue recuperando poco a poco de la intervención e iba sintiéndose mejor. Le gustaban mucho los libros de caballería, pidió alguno para pasar el tiempo; pero no encontraron ninguno en la casa de los que solía leer, y le dieron un Vida de Cristo y otro de la Vida de los Santos. Les fue cogiendo el gusto a estos libros. Al acabar un rato de lectura se paraba a pensar en lo que había leído. Y a veces se preguntaba: Y ¿si yo hiciese esto que hizo San Francisco, o esto que hizo Santo Domingo? Otras veces sus pensamientos se iban a las cosas del mundo en las que antes solía pensar, imaginando lo que haría en servicio de una dama, cómo iría a la tierra donde vivía, qué le diría, qué hazañas haría en su servicio.

 

Este pasar de unos pensamientos a otros tan diferentes le duró mucho tiempo. Sin embargo, notaba una diferencia: al pensar en lo del mundo, se entusiasmaba, pero cuando se cansaba y lo dejaba, se quedaba vacío y descontento. En cambio, cuando pensaba en ir a Jerusalén descalzo, en no comer sino hierbas, y hacer lo que habían hecho los santos; no solamente encontraba consuelo al pensarlo, sino incluso después seguía contento y alegre.

 

Comenzó a pensar muy sinceramente en su vida pasada, y en la necesidad de dar un fuerte cambio de rumbo. Quería hacerlo como los santos, que se atrevieron sólo confiando en la ayuda de Dios. Todo lo que deseaba hacer cuando se recuperase, era ir peregrinando a Jerusalén, para dar un cambio importante en su vida, impulsado por Dios.

Su hermano y todos los de la casa intuían por su comportamiento el cambio profundo que se estaba produciendo en su interior. Le llenaba el corazón mirar el cielo y las estrellas, lo cual hacía muchas veces y largos ratos, porque en esos momentos sentía un gran deseo de servir a Dios.



Y así, cabalgando en una mula, salió de su casa en el mes de febrero de 1522, y se puso en marcha. De camino le pasó una cosa que muestra lo mucho que todavía necesitaba cambiar su corazón. Un día se encontró un musulmán y hablando con él sobre la Virgen María empezaron a discutir. El musulmán tenía prisa y se adelantó. Él se quedó pensando, y empezó a enfadarse por la opinión del musulmán sobre María. Quería ir a buscarlo para ajustarle las cuentas. Llegó a un cruce de caminos, y cómo no sabía si era bueno lo que se proponía dejó las riendas sueltas para que la mula eligiese, y gracias a Dios la mula tomó el camino que no siguió el musulmán.

 

Cuando llegó a Monserrat (21 de marzo) rezó durante toda la noche delante de la Virgen, y dejó allí su espada.

La víspera de la Encarnación (25 de marzo) por la noche, sin que nadie lo viera, fue y le dio todas sus ropas a un pobre, se vistió con una túnica de tela de saco, y se puso de rodillas ante el altar de la Virgen. Desde que recuperó la salud había mantenido una alegría interna en todo momento. Pero ahora empezaba a sentir cambios en sus estados de ánimo: alegría, tristeza, paz, enfado… Por eso se preguntaba: ¿qué etapa nueva estoy comenzando?

También empezó a sentirse culpable por lo que había hecho en su vida anterior, y vivía una gran lucha interna.